domingo, 30 de diciembre de 2012

Aquellos perros no ladrarán nunca más.

Los muertos de mis uñas, las uñas de mis muertos.


Se refugiaban en el taller de papá, la niña tenía los ojos más grandes que he visto ocupar un rostro, al menos uno tan hermoso como el suyo, sus labios eran carnosos y rosados como una promesa, pero tenía miedo... tenía mucho miedo. Y temblaba allí acurrucada; tuve que mentirle, tuve que decirle que estaba seguro de que todo estaría bien.

Ella nunca supo que aunque no estaba temblando, pues mi vil espinazo oxidado no me lo permitía, yo temía aún más que su sacro espíritu de niña bonita. Bien sabía que el mundo se venía abajo; que me hacían falta tiros en el proveedor para tantos perros, esos perros rabiosos que husmeaban excitados afuera de la casa, buscándonos con el hambre de un demonio; que dios había olvidado hace mucho habernos tenido alguna vez como sus hijos. Era Belcebú nuestro único abogado, nuestro único amigo, nuestro único enemigo. Y mis mal expertas manos nuestras únicas herramientas. Supe en ese momento que no era más que un demonio cansado, y que no había una posibilidad otra para ninguno de los que nos escondíamos allí, que la que nos pudiese abrir el filo de mis pesados cuernos, que mi estriado lomo debía resistir por lo menos hasta que el amor nos mostrara las puerta que daba al salón de nuestra caótica paz... o la muerte apresurara el paso y ya los perros de la miseria no ladraran más.

Entonces él prendió un fósforo, y dejó ver su deliciosa y maldita perfección, sonrió mientras el fósforo se consumía entre sus dedos y la niña temerosa se apartó de mí cuando volvió la oscuridad. Él se acercó a mi espalda y me abrazó, me lamió una oreja provocándome una insana erección. Me susurró que no temiera, que él siempre estaría allí, que abandonara a esa mugrosa niñita y saliera sin temor, que yo podría con todos, que sería así... Y de pronto, mi boca se abrió.

-Suéltame, o disparo. De un tiro te dejo tendido. Sabes que sólo yo puedo hacerlo -proferí.

Belcebú tragó su voz, desató el abrazo, me viró y me besó en la boca y sin decir más desapareció.

El abuelo de la niña, un negro ya cano, tan fuerte como canso, me miró desde la puerta del taller con ojos de padre  y dejó escapar un suspiro que mojó su rostro de piedra.

-Apártese señor, ya no cuide más esa puerta, que no hay por qué temer -Le dije mientras ponía mi Glock 17 casi descargada entre sus viejas y sólidas manos de abuelo.

El viejo no dijo nada y seguro de mis palabras se apartó. Fue entonces cuando salí por la puerta maltrecha de tanto arañar de los rabiosos perros, y me entregué a ellos, quienes al verme desnudo, no vistiendo más que mis felices lágrimas y con aquella hermosa negrita de enormes ojos cantando un blues infinito, cogidos los dos de la mano en un nudo indescifrable del que era imposible contar los dedos, se sentaron todos, enamorados, y se pusieron a aullar sin sosiego. Supieron que se trataba del hombre nonato, supieron que no me podrían dañar. Y mamá volvió a sonreír. 

Andrés Grenouillle. 
Hijo de Arturo y Maria Elena.
Padre de Damien. 
Caballero del Alquimista.
Hermano.
Tío. 
Amigo. 
De todos y de nadie.