Niños y pájaros
Por Efraim Medina Reyes
1
En los arbustos de un parque de Vicenza, un hombre que paseaba con su perro descubrió la semana pasada los cadáveres de una decena de pájaros. El hombre llamó desde su celular a la policía y esperó, a prudente distancia, sin lograr apartar la vista de aquellos minúsculos copetones; sobre todo le intrigaba que estuvieran pegados de aquella forma a las ramas de los arbustos, parecía como si una fuerza extraña los hubiera congelado mientras estaban dormidos. El fantasma de la fiebre aviaria rondó su mente, era lo único que podía explicar la muerte de aquellos pájaros en plena primavera. Los policías parquearon su patrulla a la entrada del parque y se acercaron con paso cansino, el perro empezó a ladrar. El hombre les señaló los pájaros y les dijo que tuvieran cuidado al manipular los cadáveres. El perro tiraba la correa tratando de ir hacia los pájaros, el hombre lo jaló en dirección contraria y se alejó de los policías que se miraban uno a otro sin saber qué hacer. Al final uno de ellos fue a la patrulla y trajo guantes y una bolsa plástica. Unos metros adelante el perro se detuvo a cagar mientras el hombre observaba a un grupo de pájaros que corría de un lado a otro del prado en busca de migas e insectos. El hombre se quedó un instante pensativo y luego regresó con los policías. Uno de ellos estaba arrancando los pájaros de las ramas y metiéndolos en la bolsa.
-Hay otros pájaros allá-dijo el hombre.
-¿Muertos?-preguntó irritado el policía.
-No, pero si es la fiebre habrá que sacrificarlos a todos.
-¿Quiere que matemos a todos los pájaros?
-Es lo que se hace en esos casos.
El policía y su compañero rieron.
-¿Qué hizo su perro allá?-preguntó el policía.
-Ahora la recojo-replicó el hombre.
-No vio el aviso en la entrada, es prohibido traer perros aquí.
El hombre volvió a insistirles en que mataran a los otros pájaros y luego salió del parque con su perro. Los policías terminaron de llenar la bolsa de pájaros muertos y se largaron en su patrulla. Apenas el parque quedó solo dos niños llegaron, el más grande era gordo y pecoso, del bolsillo de su chaqueta sacó un recipiente de pegante escolar que mostró a su compañero con orgullo y luego empezó a vaciarlo sobre las ramas de un arbusto mientras el más pequeño, flaco y pelirrojo, lo distribuía minuciosamente con las manos. Cuando acabaron el pegante el pelirrojo fue a la pileta a lavarse las manos mientras el gordo sacaba del bolsillo una bolsa llena de migas de pan y las arrojaba sobre el arbusto como si fueran las cenizas de un difunto. Después los dos fueron a ocultarse detrás de un árbol a esperar que cayera algún pájaro.
2
Entre los arbustos de un parque de Rio Janeiro, un hombre que paseaba con su perro descubrió la semana pasada los cadáveres de dos niños. El hombre llamó desde su celular a la policía y esperó sentado en una banca sin lograr apartar la vista de los frágiles cuerpos; le llamó la atención que estuvieran abrazados como suelen estar los gemelos en el vientre de sus madres. Los cuerpos no presentaban huellas de violencia, uno de los niños todavía apretaba entre sus manos una botella de pegante, alrededor de los cuerpos había otras botellas esparcidas. El hombre dedujo que habían muerto de inanición luego de estar horas o quizá días aspirando esas botellas. Las sirenas de una patrulla y una ambulancia lo sacaron de sus cavilaciones, su perro empezó a ladrar ante la llegada de los policías y paramédicos que de inmediato iniciaron con las diligencias de levantamiento de los cadáveres. Después de responder unas pocas preguntas el hombre reanudó su caminata, unos metros adelante vio a otros niños ocultarse detrás de un árbol cada uno con la nariz pegada a su botella. El hombre regresó sobre sus pasos para alertar a los policías sobre aquellos niños, en ese momento los paramédicos estaban metiendo los dos cadáveres, sin siquiera separarlos, en una oscura bolsa de plástico. El hombre habló con los policías y les señaló el árbol donde se habían ocultado los niños. Uno de los policías le dijo que no se preocupara, que ellos se harían cargo del asunto después de terminar el informe. El perro volvió a ladrar y el policía le pidió al hombre alejarlo de allí.
-Pero, ¿y esos niños?
-¿Qué quiere que hagamos?-preguntó a su vez el policía con fastidio-. ¿Por qué no hace algo usted?
-Son ustedes la autoridad, yo he cumplido mi deber llamándolos.
-Estamos haciendo lo posible-dijo el policía acariciando su arma-. ¿Cree que si me llevo a esos niños y los retengo unas horas serviría de algo?
El hombre se quedo pensativo, un sabor amargo le inundó la boca. Su perro estaba olfateando la bolsa con los cadáveres. El hombre jaló con fuerza la correa y arrastró al perro hacia un extremo del parque. Desde la distancia siguió las maniobras de los policías; un repentino vértigo y ganas de vomitar lo sacudieron cuando el más alto de los policías arrastró la bolsa rumbo a la patrulla, entonces quiso gritar con todas sus fuerzas, pero se quedó allí, silencioso, abrazado a su perro.