(...) Cuando llegamos al lugar, nos sentamos en el suelo y nos quedamos en silencio de nuevo, entonces ella, haciendo honor al extraño día lleno de sucesos inusuales, como si se tratara de una posesión diabólica tomó el control de la situación, se posó encima mío y empezó a besarme en un ritmo desaforado, provocándome una erección en segundos, parecía fuera de si, con temible precisión posó su vulva sobre mi pene erecto y meciéndose suavemente soltaba gemidos al ritmo de los movimientos, solo tenía un vestido de esos que se sacuden con el paso de las mariposas, parecía una escena de un filme francés, uno barato, qué cuadro más erótico. Levanté el dorso y mordí sus pequeños senos y ella en su desquicio me quitó la camiseta; en ese momento buscaba en silencio el punto del día en el que me había perdido, era como si me hubiese quedado dormido leyendo a Sade y de pronto hubiese despertado en medio de una de mis sodomitas fantasías; no era ni sueño ni sodomita, pero ese cuadro de piel y saliva era ciertamente una exótica fantasía. Me desabroché los pantalones y empecé a levantar su livianísimo vestido cuando, detrás de mí, una voz envejecida y viciada susurró –No vayan a gritar ni a hacer bobadas si no quieren que los chuce-. Nos paramos rápidamente, Sofía se agarró a mí lo más fuerte que pudo y yo trataba de tranquilizarla mientras ella me pedía con lágrimas que no dejara que le hicieran nada. Eran dos mugrosos decadentes, de los que se van a bañar al Meléndez, uno viejo y uno mucho más joven al que le calculo unos veinte años, sostenían cada uno su pedazo de lata oxidada en la mano derecha y el más joven con la izquierda se tocaba la verga. En ese momento supe que pensaban violar a Sofía y a mi quizá me mataran, entonces decidí hacer una locura, traté de alcanzar mi maletín que estaba en el suelo entre el viejo y nosotros, quienes retrocedíamos suavemente, había logrado una pequeña distancia hablándoles en su jerga, tratando de mostrarles que no era tan iletrado en las lógicas de la calle como ellos podían pensar, en el maletín tenía una navaja con la que pensaba ganar más distancia para poder huir, pero el viejo se dio cuenta de mis intenciones y pateó el maletín, se abalanzó hacia mí y me puso la lata en el cuello, con la otra mano me cogió del brazo y me dijo que me arrodillara, yo me arrodillé y le dije que no era necesario que se pusiera agresivo, el viejo asqueroso tan solo rió, me cogió de un mechón de cabello y acercó la punta de la lata al cuello; el otro, el joven, agarró a Sofía del pelo y le quitó el vestido de un halón, la tiró al piso mientras se bajada el pedazo de pantalón que vestía con un afán enfermizo; tal violencia parecía excitar al viejo que me amenazaba con su lata y empezaba a incomodarse, no lograba detener la mirada en mí por mucho tiempo pues el morbo lo obligaba a voltear, cuando ya el joven lograba dominar a la rebelde colegiala, el viejo volteó con la expectativa de un perro que localiza al escurridizo gato y entonces sentí que la lata se alejaba de mi cuello, de pronto se dibujó un movimiento en mi mente que se efectuó solo, como por automoción; retiré la lata del frente con una palmada y de una embestida tiré al suelo al maloliente viejo, dándole un cabezazo justo en el diafragma, me paré como pude y lo enredé en puños y patadas, el violador se paraba tratando de no caerse con las hilachas de su pedazo de pantalón y Sofía se recogía hacía un árbol, completamente desnuda y desorientada, el viejo era realmente viejo y tanto bazuco lo había dejado en un estado critico de osteoporosis, pues con las patadas sentía cómo se rompían sus costillas, no me tomó mucho esfuerzo inhabilitarlo, recogí el pedazo de lata que había tirado el viejo en la embestida y lo levanté amenazante dirigiéndome hacia el violador que aun no se podía acomodar sus harapos, entonces lo apuñalé entre las costillas y lo tiré de una patada, en el acto la lata suya quedó en el suelo, aproveché que se torcía del dolor y me posé encima suyo, ya no se trataba de mi, tan solo era el insulto, las lágrimas de Sofía, el hediondo olor de los agresores, sus risas, era un odio convulso que se materializaba entre los árboles y el Río Meléndez. -¿A cuantas has violado? Pedazo de mierda, ¿a tus hermanitas les hacías lo mismo?, el bazuco ten dan ganas de pichar pues, ¡malparido! ¡moríte malparido!- le gritaba exorbitado mientras apuñalaba su delgada persona sin compasión. (...)
ANDRÉS