Ella es una niña.
Ella es una niña juguetona, que se esconde y corre loca por un bosque de concreto, porque el campo ya le aburrió y busca, con sus juegos impúdicos, con su danza invisible, aquellos ojos rojos de pasión y marihuana, aquellos labios siderales que prometan gritarla, aquellos niños perdidos en el bosque, capaces de amar hasta el desquicio, capaces de odiar con fiel certeza, capaces de ser de dejar de ser, formando demoniacas olas en el eco.
La niña gusta de los tambores caóticos que le declaman sus deseos al mar, y le encanta secuestrarse en la mirada sepulcral de un gato sucio. La niña resulta caprichosa en su magnificencia y se jacta de ser gloria entre los placeres, gloria engañosa y traicionera, gloria pertrechada de colmillos de diamante negro y de una deliciosa insolencia que me embriaga y me pierde entre laberintos lenguados, entre notas de piel y sudor, entre mentiras y verdades y juicios y oscuridades y mentiras más excelsas y verdades más toscas y juicios más ciegos y… y me entrego a su juego, gloriosa niña, más juro no decirle de qué forma ha de torturar este cuerpo enamorado, pues son sus caprichos los que me dan la más dulce agonía, son sus risas pícaras las que ofrecen romper mi cuerpo en un concierto de alaridos desgarrados y guerras nonatas.
Ella es la niña más delicada y las más peligrosa, una sabia estratega del duelo y la emboscada, una despiadada asesina de corduras difusas; ella va, por ahí, jugando a la rayuela y a la ruleta rusa, celebrando aquelarres y cocinando fines, viviendo alegre en el pecado con perfecta inocencia, pues sólo conoce de ambrosías y su crimen es impune, pues ella es y no tiene más remedio… ¡Ay! de mí si lo tuviera.
Andrés Bastardo Grenouille
(Capaz de odiar con fiel certeza)