sábado, 13 de febrero de 2010

Cali Febril.


Hace frío en la mañana y el loco sin cobija se revuelca en su miseria buscando el cosito que ya se fumó; los pelados en sus ciclas reparan al transeúnte desde la gorra hasta las suelas sin disimulo, si vale la pena el brinco, como arañas saltarinas aterrizan en la acera con navaja en mano y soltando improperios untados de saliva y nombrando venéreas que ni la medicina conoce, despropian al caminante de todo objeto que sea posible vender en el centro; en el centro no piden factura, ni especificaciones, ni la caja original y pagan bastante mal, es por eso que antes de subir por la trece para vender el premio del atraco, es mejor que sean varios los artículos para la oferta, lo bueno es que en el centro casi nunca se siente el frio pues es como si estuvieras parado en el lomo de un perro rabioso que se quema de fiebre.

La ciudad entera delira enferma, alucina todo el tiempo y se sacude enloquecida, como esa vez que aquel muchacho se bajó embalado de su moto y atracó a ese hombre que le entregó todo sin rechistar, nadie pensaría que tal trámite fuese un atraco si no estuviera visible la pistola que temblaba en la mano del muchacho. Todavía me estremezco cuando recuerdo la fluidez de los movimientos de ese viejo con cara de palo, que no preguntó, no se resistió a las demandas del muchacho y le entregó todo lo que tenía en los bolsillos; Ya cuando el atracador montaba su moto, el hombre se sacó de atrás un enorme revolver calibre 45 y le propinó dos certeros disparos en la nuca, pobre muchacho, si tan solo alguien le hubiera dicho que se trataba de Ferney y que nadie se mete con Ferney sin terminar con el cuero roto.

Hace frio en la mañana pero no por mucho tiempo, el sol del medio día es incesante, se da completo y orgulloso, sin misericordia cocina cada cuerpo que se ponga de valiente; a veces hace frio en esta calurosa ciudad, pero nadie parece preocuparse mucho por cubrirse ni siquiera cuando llueve, aún no estoy seguro del porqué, sin embargo en el momento en el que me mandé la mano al cinto y desenfundé la maquina para activarla en el pecho del pinto, pensé que con una chaqueta no hubiese sido tan fácil acostarlo, y menos con la fama del financiado.

Está chispeando agua desde el cielo, son las siete de la mañana, hace frio y Ferney está comprando el pan para el desayuno, el piloto acelera y yo agarro el tanque con los pies, las gotas me peinan los vellos de los brazos mientras desenfundo la Prieto Beretta que adquirí hace unos días para el trabajo. Uno, dos, tres, cuatro, cinco estallidos metálicos tiñen la camisa blanca de Ferney con su sangre, las nubes paran de aguarse en el instante y la gente corre sin dirección al no estar seguros de qué huyen, Ferney yace en la acera con una adolorida expresión y sus buñuelos se escapan rodando de la bolsa de papel, huyendo igual que todos.

Es tan calurosa esta ciudad que cuando llueve nadie se abriga, porque en un momento estará brillando el sol de nuevo, pellizcándonos la piel y jalándonos los vellos que recién había pegado cuidadosamente la lluvia, ha de ser que el cielo en Cali llora cada tristeza de los que alguna vez lo vieron en la mañana y le regalaron un gesto de saludo, ahora es mejor mirar hacia el suelo para no tropezar con un charco en la huida; estos caleños siempre huyendo de todo, de los tiros, de las motos, de la policía, de los gamines, de las sirenas, de Ferney, quién convulsiona con cinco hoyos en el pecho por los que muere a borbotones. Pero yo ya maté a Ferney, ahora huyan todos del cielo que quiere llorar otra vez.

Andrés.

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